Cogió su abrigo y salió a la calle.
Tenía los ojos rojos por la excesiva cantidad de humo del local y la cabeza le daba vueltas. Se encontraba aturdido, pero no había bebido. La noche no había ido mal, pero tampoco había sido la mejor de todas.
Comenzó a bajar la calle buscando una parada de autobús que le acercase a su casa o le llevase lejos de allí mientras en su cabeza aún retumbaba la repetitiva música del local que había dejado atrás.
Las calles estaban menos vivas y animabas de lo que pensaba, seguramente por el frío que hacía, y para colmo, no sabía donde iba exactamente.
Y como era de esperar, cuando llegó, el bus echaba a andar, dejándole tirado en el centro de una ciudad que pocas veces había visto tan vacía de noche. Pero bueno, no le preocupaba, y decidió sentarse a esperar mientras hundía su cabeza en el abrigo y metía en los bolsillos las manos con la esperanza de que se le calentaran un poco.
Intentaba no cerrar los ojos y mantenerse alerta ante posibles personas ebrias que perturbasen su calma, se dió cuenta entonces de que en la acera de enfrente, dos figuras no muy corpulentas rodeaban a una muchacha que no sabía que hacer para evadirse de esa incómoda situación. Él pensó que la dejarían en paz, que seguirían su camino. Pasaba de entrometerse. Pero no fue así.
Al cabo de cinco minutos se levantó y cruzó la calle, plantándose detrás de aquella pareja de machotes. Pretendía salvarle la noche a aquella muchacha. Quería ser por brebes instantes el héroe. Entonces, interrumpió el acoso con un carraspeo. Cuando se dieron la vuelta, le parecieron más grandes y anchos que hacía un par de segundos.
-¿Qué coño quieres? – preguntó uno de ellos, echándole a la cara un aliento que dejaba mucho que desear.
-Que dejéis de molestar, – contestó él – no creo que quiera seguir hablando con vosotros.
Y sin que le diese tiempo a decir nada más, un puño se incrustó en su estómago, llegando antes que las razones por las que darlo, y le dejó sin aire momentáneamente. Estaba en manos de un profesional.
Mientras, la muchacha había echado a correr, y por suerte la pareja de ibéricos marcharon, no sin antes darle una patadita en las costillas.
Le costó incorporarse.
Cuando lo hizo, notó una punzada de dolor en el costado izquierdo, y no había rastro de la mujer a la que había ahorrado un posible disgusto. Y para colmo, su autobús estaba pasando de nuevo a sus espaldas.
Veinte minutos después, una vez caliente dentro del esperado vehículo, se sentó dolido y cerró los ojos. No pudo evitar sacar una sonrisa pensando en lo estúpido que había sido al soñar con una mujer que tras los golpes, le consolase en el suelo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que las películas, muchas veces, no son más que eso, películas.