26 de julio de 2010

Rosas

La oscuridad se hizo visible de nuevo. Tras los días pasados creí que ese rayo de luz aún existía pero posiblemente me equivoqué. Erré en decidir así, erré en mi actuación ante circunstancias tan obvias...

Me veo prisionero. Cadenas, largas cadenas con espinas aprietan mi entumecida piel. Estoy herido, siento dolor en todas partes, no puedo más. Solo veo un claro de luz, pequeño pero en el suelo. Y en mitad de ese claro hay una rosa, algo marchita sí, pero ahí está.

No puedo alcanzarla, aunque lo intento. Se marchita cada día más. Pero no puedo hacer otra cosa más que clavarme cada vez más profundamente los pinchos de las cadenas que llevan a mi muerte. No puedo más con este infierno.

Duermo, duermo pacíficamente, ignorando el dolor, fingiendo estar bien, pero me muero por dentro. Cierro los ojos imaginando una verde y grande ladera, al pie de una montaña, la más alta montaña que os podáis imaginar. Subo, el sudor refresca mi piel, siento el dolor en los pies, pero he llegado. Veo la cima. El sol es tapado por las nubes en el instante en que llego arriba y solo encuentro una cosa.

Ahí arriba hay una rosa, pero esta no está marchita. Está viva, roja y ardiente como las llamas de infierno, el tallo verde es del mismo color que la ladera que hay debajo. No la toco, la dejaré vivir, no la marchitaré.

Bajo la cabeza y me vuelvo para ver algo hermoso pero a la vez horrible... De pronto morí, por fin.

22 de julio de 2010

Sonrisas...

Y ese día me miraba como quien mira la hora, y cada gesto era más frío que el anterior, era como si todo estuviera predeterminado, establecido de antemano. Me hizo sentirme sola, sola además de inutilizable, hasta el punto de humillada y eso que su boca no había pronunciado ninguna palabra aún.

Entonces, tan valiente como siempre, sonrió, una sonrisa como las de siempre, de complicidad, de cariño, de alegría. Y otra vez lo mismo, su gesto se torció serio y duro, y la soledad me volvió a inundar.

Pasaron pocos minutos antes de que no aguantara más y pronunciara la típica frase, la de “que te pasa”. Oh dios, vaya fallo, se echó a reir dejándome además de desconcertada con la sensación de que era una mierda que hablaba.

Y se puso a echarme cosas en cara, fallos, insultos, todo lo que le vino a la cabeza, pero que por otra parte parecía aprendido de una lista ya escrita anteriormente. Lloré, lloré tanto que pensé que moría, y de repente se levantó y salió corriendo, nadie sabría que era para no volver.

Pasaron días, semanas y meses, y yo seguía en esa profunda depresión, el lamentable estado en el que me encontraba había hecho que todo el mundo se fuese de mi lado, hasta los que yo había considerado amigos. Mi vida se convirtió en una ironía. Una ironía, en la que reían todos, menos yo.

Y al fin pasaron los años, ya había alcanzado la mayoría de edad, y desde hacía un corto tiempo había pensado que no podía seguir así, que el pasado es igual para todos, con otros actos, con otros fallos, con otras historias, pero siempre igual, para todos vuelve, y para todos va. Salí a la calle, y la luz me cegó. Era tanto tiempo sin pisarla que dolía incluso, todo estaba cambiado y a la vez seguía siendo igual que siempre.

Como siempre”, me dije, y tras pensar en esas dos palabras, me sonreí, tras muchos meses sin hacerlo.